María
Antonia es la protagonista de una historia real, de la que sólo
cambio su nombre. Ella es una señora que ronda los 60 años,
gruesa, con el pelo mal traciado, con una ligera cojera y con una bondad
inmensa. Trabajadora incansable, extremadamente alegre y positiva y con una vida
ciertamente poco agraciada. Su marido falleció recientemente, hará poco más de
un año, él trabajó toda su vida en un taller mecánico, un dolor en el hombro le
llevó al quirófano y parece ser que un error en la anestesia general le provocó
una deficiencia psíquica. Su salud empeoró paulatinamente hasta que falleció.
Esta fue una desgracia más de María Antonia. Su única luz es su hija, de unos
30 años, doctora en química, con unos éxitos profesionales y personales
considerables, gracias a los cuales María Antonia tira hacia adelante, personal
y, muchos meses, económicamente.
María
Antonia entró a trabajar como administrativa en un pequeño comercio relacionado
con la construcción y las reformas cuando tenía menos de 20 años, 30 años
después, en pleno apogeo del sector y con todos sus ahorros, le compró a su
jefe cuando se jubiló el negocio a un precio que lastró la ilusión de María
Antonia, justo antes de comenzar la crisis.
El valor
de la que hoy llamarían emprendedora era su profesionalidad y compromiso con el
cliente y la excelente reputación con el proveedor. El negocio lo componían ella
y tres empleados más, además del pequeño local en una calle comercial
alquilaban una nave en las afueras de la ciudad. A su marido, en sus últimos
meses de vida, también se le veía en la tienda echando una mano en lo que
podía.
Las
ventas caían año tras año y los gastos ya no podían reducirse más, su hija,
además de aportar dinero frecuentemente, compró una nave a buen precio para que
su madre redujera también este gasto de alquiler, los ahorros de su hija y su
marido prácticamente desaparecieron.
María
Antonia recurrió a una tan tentadora como mala opción de financiación bancaria,
descontaba recibos que giraba a una cuenta suya particular en otra entidad a
nombre de su marido, es lo comúnmente conocido como “papel pelota” o “papel
colusión”, anticipar recibos falsos. A vencimiento ella misma los pagaba con
dinero que iba consiguiendo como podía. Su desesperación la llevaron a esta desacertada
opción, la cual nunca acaba bien.
Ella era
consciente de que su práctica bancaria era incorrecta pero no de la dimensión
que en el banco se le iba a dar. En una revisión que se realizó en el departamento
de Riesgos se detectó esta anomalía e inmediatamente se le cancelaron todas las
líneas de financiación, se le cargaron todos los recibos contra descubierto
(70.000 €) y se le forzó a firmar una
hipoteca (con un buen seguro de vida y unas elevadas condiciones) sobre la casa
que tanto le había costado pagar. Además, se le transmitió abiertamente que
había engañado y estafado al banco. Esto fue lo peor para ella, después de
tantos años de dedicación, de profesionalidad y de esfuerzo ejemplar oírse que
un proveedor suyo (el banco) le llamaba mentirosa y estafadora, sus lágrimas y
su llanto inundaron la oficina.
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